Es un mundo sin razones, quien quiera lograr algo sacrificará por lógica algo tan valioso como lo que pretende lograr, así, la vida es un trato eternamente injusto donde pierdes algo del mismo valor que lo que has ganado, en otras palabras siempre te quedas igual. Es la historia sin fin, nada puedes hacer o lograr, el hecho es que no hay una apuesta justa en la vida -con esas palabras terminó su discurso un hombre que llevaba tres horas hablando.
Era un día como cualquiera en la vida del chico, llevaba escuchando a los ancianos hablar de todo tipo de cosas; algunas veces quiso opinar pero se dio cuanta rápidamente de que los ancianos estaban ya bien curtidos, nada parecía impacientarlos o siquiera removerlos de sus grandes piedras sobre las que se sentaban, como la primera vez que se acerco al grupo hace ya algunos años, la sanción de que la costumbre los había corroído era, como entonces, tan clara como el agua. Lo peor es que el se había acostumbrado a sentarse ahí, cada día llegaba con sus animales, a veces unos nuevos, otras sin uno o dos que habían muerto o había vendido, alguna vez compró una mas grande o uno mas pequeño, había logrado reconstruir la casa, sentirse aceptado por ella, regresar a la otra, este año sembró con éxito y cosecho de igual manera pero con el tiempo los logros y fracasos se iban aplanando monótona y fatal mente; como cuando un albañil trabaja meses y meses en un continuo ir y venir en la construcción de una casa y al final en el aplanado recubre sin remordimiento y sin pasión los logros y defectos de la obra negra de meses de trabajo. Así se sentía el chico, sentado a la orilla del camino escuchando el eterno siseo de los pensamientos de los ancianos.
Hablaban de muchas cosas y rara vez tocaron el mismo tema, sus palabras iban y venían como el viento, silbaban en lo oídos del chico, se movían rápido y agitaban su cabeza que se movía lenta y seguidamente una y otra vez.
Pero hoy como hace años las cosas cambiarían.
La mujer, aquella que le ofreció agua el primer día que se acercó, hoy lo cansaría hasta el punto del hastío.
¿Y tu qué se supone que haces aquí? -preguntó la señora con enojo. Pues... platico, bueno aprendo- repuso el chico, nervioso y extrañado con tal pregunta.
La señora seguía viendo al chico como si la respuesta que este había dado no tuviera lógica ni importancia alguna, lo miraba como el patrón que mira a un jornalero sentado cuando debe trabajar, con ese enojo que acusa a alguien de inútil.
Llevas sentado ahí años, escuchando a un grupo de ancianos que ya no esperan la tormenta para hincarse, ellos ya se rindieron hace tiempo, todo les sabe igual, el frio o el calor se resuelven como si fueran problemas. Y de nuevo te pregunto ¿qué haces aquí?, ¿que has aprendido de ellos? -hora la señora gritaba con un nudo en la garganta, lo hacia de manera rápida y desesperada de la misma manera que lo hace un niño cuando apenas y aguanta las lagrimas diciéndole a su madre que el hermano se cayó de un árbol, aguantaba las lagrimas como cuando alguien se arrepiente de algo, cuando esta seguro de que las cosas no deberían ser como están, que pudo haber hecho algo antes para que lo que hoy pasa fuese de otra manera. Llevaba años viendo al chico sentarse monótonamente frente a las piedras, sobre ellas, bajo el árbol, veía su vida hacerse mas pequeña cada vez parecida a un montón de tierra que el viento va desmoronando, lo vio aguantar las palabras mas filosas, lo vio controlar el dolor de sus fracasos pero lo peor fue verlo controlar cada emoción de su vida.
El chico se había vuelto fuerte y eso nadie lo podía negar, no lo espantaba hablar con las personas desconocidas, ni pensaba en el fracaso una vez que se proponía algo y tampoco sentía alegría cuando lo haba logrado, si lo felicitaban por hacer algo bien él pensaba que lo podía hacer mejor. Se había acostumbrado, sus fuerzas eran equilibradas, sin emoción, ni un suspiro o mínimo destello emoción salía de él: había crecido más de lo necesario, sin un ritmo propio; corrompió su propósito.
Por eso lo puso nervioso la pregunta, lo ponía en la una parte de si que no podía resolver: El hoy
El espejo le devuelve la imagen de un niño de 84 años y a veces se descubre a sí mismo en la mirada y también en la sonrisa apenas dibujada, rasgos que conserva intactos desde aquellos días en Azinhaga, cuando la Pilar que ahora lo acompaña "todavía no había nacido" y tardaría "tanto en llegar".
Con la certeza de que de alguna manera sigue siendo -aunque con menos ingenuidad- el niño que evoca en "Las pequeñas memorias (Alfaguara), José Saramago conversó con El Nuevo Día para desandar ese camino adoquinado de recuerdos, como prólogo a la llegada del libro a Puerto Rico antes del fin del mes que hoy comienza.
"Cuando tenía cuatro años perdí a un hermano de dos... y a veces creo que con mi vida me he esforzado para darle a él una vida", dice el escritor lusitano galardonado en 1998 con el premio Nobel quien, nombrado originalmente José de Sousa, adquirió el apellido con el que se ha vuelto célebre por un desliz de un empleado borrachín del registro civil de su aldea, quien añadió en su partida nacimiento lo que era el apodo de su familia en la comunidad, adición que fue descubierta años después, cuando fue necesario obtener una copia del documento para inscribirlo en la escuela.
Luego de señalar que "el tiempo siempre se está acabando", José comenta que si bien podría pensarse que escribir sus memorias en estos momentos de su vida es un gesto lapidario que cierra un ciclo creativo "como el de la serpiente que se muerde la cola", nada más lejos de la realidad, porque eso significaría que no escribirá más, pero "estoy seguro de que éste no es mi último libro".
"Cierto es que decidí escribirlo ahora, pero creo que lo deseo desde que era un niño", apunta.
"Quizá la idea se fortaleció hace 20 años, pero en ese entonces era apenas un chaval de 64 años, con mucha vida todavía por delante. En verdad siento que escribí el libro cuando debía hacerlo".
Con serenidad, José considera que "Las pequeñas memorias" no ha cambiado nada en su vida y que seguramente otros de sus libros sí han tenido un efecto en ese sentido, pero "eso lo sabremos más tarde".
"El libro acaba cuando tengo 14 ó 15 años y al escribirlo he caído en cuenta de que toda la gente de quien hablo en estas memorias está muerta y de que soy el único que queda de ese recuerdo. Creo que al escribirlos los he resucitado un poco. Todas esas personas no dejaron nada como huella material de su paso por la vida, nada para que se les recordara... ni libros, ni pinturas, ni música. Tengo que decir que lo más importante para mí de este libro no es lo que me ocurrió, sino lo que dejo en él de estas personas que durante sus existencias no dejaron rastro y ahora lo tienen".
Distanciado de cierta manera en este libro del estilo literario de sus ficciones, José mantiene en su arquitectura la impronta cuasi cinematográfica que lo ha distinguido como un prodigioso constructor de imágenes gracias a lo que el define como su "capacidad para hacer visible al lector lo que estoy narrando", ejercicio vinculado entrañablemente a la elección de las palabras y al ritmo con el que navegan en el texto.
"Esa es una tangencia que veo entre mis libros y el cine", dice. "No es algo que hago de manera deliberada, sino porque fluye de manera natural por mi propia necesidad de ‘ver' las cosas que estoy describiendo y eso ha desarrollado en la capacidad de narrar como lo hago. Ahora tengo una gran curiosidad de ver el resultado de la versión cinematográfica de mi novela Ensayo sobre la ceguera, coproducción entre Canadá, Brasil, Inglaterra y Japón. Me tiene muy intrigado descubrir cómo traducen en imágenes ese texto, por la fuerza del tema, su intensidad y dramatismo".
Al tocar el tema de la inmensa influencia que ejercieron en él sus abuelos Josefa y Jerónimo, José explica que ellos "no sabía lo que eran valores, pero los vivían".
"Nunca se esforzaron en transmitir valores, pero lo hicieron", acota. "Eran dos campesinos analfabetos que lo único que hicieron fue trabajar toda su vida. No me dieron lecciones, nunca me dieron un discurso moral ni mucho menos. Sencillamente vivían y yo vivía viéndolos. Me criaban y yo los veía... así aprendí de valores. Para educar no se necesita ser culto. Una cosa es la instrucción y otra la educación... en el mundo hay una gran confusión en este aspecto y lo peor de todo es que hay muchos mal educados gobernando el mundo".
LO QUE QUEDA
José no duda un ápice al decir que nadie como él para conocer al dedillo al niño que fue y que eso le permite asegurar qué de ese infante queda ahora en él.
"Es imposible pensar que no ha sucedido nada entre los 7 años que tenía entonces y los 84 de ahora", dice.
"Tampoco se puede pensar que el ahora es simplemente una extensión del ayer. Han pasado muchas cosas y he vivido muchas también, pero tengo la certeza de que continúo muy ligado a ese niño y que ese niño sigue muy ligado a mí. Esa seguridad me la da el hecho de que luego de una vida tan larga no he olvidado el tiempo de mi niñez, porque existe la tendencia a olvidar lo que pasó cuando éramos niños, sobre todo si la vida no ha sido fácil. Entonces pensamos que lo importante es llegar a la edad adulta y todo lo que quedó atrás se ha vivido porque tenía que vivirse y ya. Tengo la fortuna de que en mi caso no ha sido así y creo que sigo siendo de alguna forma -con menos ingenuidad, por supuesto- el niño del que se habla en ese libro. Mi relación con ese niño siempre ha sido muy intensa. Desde luego, ya no tengo la buena memoria de antes, pero mantengo nítidos muchos recuerdos como una especie de hilo que viene desde el pueblo en que nací hasta el momento de esta conversación y que me permite mirar ese camino continuo como algo muy coherente para ayudar a ese niño a expresarse por mi boca, con mis palabras".
El portugués asevera que en el proceso creativo de "Las pequeñas memorias" no cayó en las trampas de la nostalgia y que de esa manera el ejercicio no fue aciago.
"Quien lee el libro no encuentra nostalgia alguna", sentencia. "No digo si lo que viví fue feliz o no, digo sólo lo que ocurrió como lo recuerdo. Hay nostalgia cuando sólo se evocan los buenos momentos, pero en ese sentido eso no está ahí. Si pudiera volver a ser el niño que fui me gustaría vivir todo lo que he vivido antes, sin elegir entre lo bueno y lo malo, sino todo íntegramente porque en ese proceso aprendí más de lo que pudiera imaginar. Me alegro de haber escapado de esas trampas de la nostalgia porque, además de haber hecho la escritura más fácil, el resultado es más verdadero".
EN EL OLVIDO
De manera categórica, sin el menor asomo de fe en ese sentido, José exclama que "la inmortalidad no existe" y que lo único seguro "es el olvido".
"Homero escribió 'La Iliada' y de ambos sólo se acuerdan los especialistas. Esa obra tuvo vigencia por algún tiempo, poco o mucho, pero ya no y eso pasa y pasará con todo", ilustra con su proverbial cadencia lusitana.
"Nosotros dejamos obra y esa obra tendrá un futuro determinado. Homero por lo menos ha llegado hasta el día de hoy pero algún día pasará y nosotros: ¿vamos a llegar hasta cuándo? ¿Hasta cuándo Gabo (García Márquez) va a tener lectores? Yo esperaría que por toda la eternidad, pero como la eternidad no existe tampoco... A mí me gusta saber que Gabo deja sus libros. Él tiene ahora 80 años y vivirá unos cuantos más; yo tengo 84 y espero vivir también algunos más.
Ambos tenemos una obra que se va a quedar, pero ¿por cuánto tiempo? ¿por cuánto tiempo mis lectores van a preguntar por mis libros? En estos tiempos hay una relación muy estrecha entre Gabo y sus lectores, entre mis lectores y yo, pero no podemos decir cómo será entre 50 o 100 años. Esto continuará pero lo cierto es algún día todo caerá en el olvido. Ahí, en el olvido, es que nos vamos a encontrar todos, antes o después. Pero mientras sucede eso, aquí estamos, unos escribiendo, otros leyendo".
Reacio a revelar detalle alguno respecto a su próxima novela, José asegura que necesita "un tiempo para descansar antes de pensar en otro libro". "Las memorias acaban de salir y hay que abrir un espacio para que lo que ahora todavía es un embrión se convierta en otro libro", comenta.
"Lo que si puedo asegurar es que no habrá más memorias. En éstas conté lo que quería contar, hasta los 14 o 15 años. De esa época y nada más porque lo que sucedió después con mi vida toda la gente lo sabe de una u otra manera. En la escritura de estos recuerdos no hubo -como en mis libros anteriores- un detonante, una idea súbita e insólita que me marcara el inicio. Te repito que la idea me acompañó durante buena parte de mi vida. Este libro ha esperado lo necesario y se convirtió en realidad cuando fue su momento".