Los seres humanos no serían humanos si no se preguntaran acerca del mundo que les rodea. Hace muchos miles de años, cuando la humanidad aún vivía en estado primitivo, los hombres debieron de asomarse a la puerta de sus cuevas y se preguntaron qué era lo que contemplaban. ¿Qué producía el fulgor del rayo? ¿De dónde procedía el viento? ¿Por qué empezaba tan pronto el invierno y todo lo verde se secaba? ¿Y por qué todo recobraba vida a la primavera siguiente?
El hombre también se preguntaba sobre sí mismo. ¿Por qué los hombres enferman de vez en cuando? ¿Por qué todos envejecen y mueren? ¿Quién fue el primero en enseñarles a servirse del fuego y a tejer las ropas?
Eran muchas las preguntas, pero no había respuesta para ellas. Corrían los tiempos anteriores a la ciencia; antes de que el hombre hubiese aprendido a experimentar en orden a determinar el cómo y el porqué del universo.
El hombre primitivo tenía que inventarse las respuestas que parecían más lógicas. El furioso huracán era como el resoplido de un hombre enfurecido. Sin embargo, el viento era mucho más violento que el aliento de cualquier hombre y, además, llevaba soplando desde tiempos inmemoriales. Por consiguiente, debió de ser creado por un hombre tremendamente grande y poderoso, que no moría nunca. Este ser sobrehumano era un «dios» o un «demonio».
El rayo tal vez fuese como la enorme y mortífera lanza de otro dios. En, consecuencia, y dado que las lanzas mataban a los hombres, la enfermedad debía de ser el resultado de unas invisibles flechas arrojadas por algún otro dios
Puesto que hombres y mujeres al casarse tenían hijos, quizá las verdes plantas de la tierra eran los hijos del cielo (un dios) y de la tierra, (una diosa). La lluvia bienhechora que hacía crecer las plantas era el matrimonio entre ambos.
Puede que una diosa estuviese al cuidado de las plantas de la tierra y que se hubiese enfurecido por algún contratiempo. Con ello habría impedido que las plantas crecieran hasta que las cosas no se hubiesen arreglado, ésta sería la razón de que las cosas verdes se secaran y llegara el invierno, y también de que la tierra, acabado el invierno, volviese a reverdecer con el advenimiento de la primavera.
Cada grupo de seres humanos elaboró historias de este tipo; y las de algunos resultaron más atractivas y lúcidas que las de otros. Por encima de todas ellas destacaron las de los antiguos griegos. Eran gente aguda e imaginativa, dotada de gran talento literario, y crearon algunos de los relatos más fascinantes de este tipo. Estas leyendas las denominaron mitos, palabra griega que significa simplemente «cuento» o «historia». En nuestros días empleamos el vocablo «mito» para designar un relato de unas características especiales: el que cuenta con hechos sobrenaturales o fantásticos que intentan explicar la naturaleza, o el que hace referencia a los dioses o demonios inventados por el hombre primitivo.
Los griegos tomaban muy en serio sus mitos. Dado que los dioses controlaban las fuerzas naturales, era sensato tratarlos con muchos miramientos. Había que sobornarles para que enviasen la lluvia cuando ésta se hacia necesaria y rogar su indulgencia para que no mandasen enfermedades o calamidades. Por esta razón, se sacrificaban animales o se erigían bellos templos en honor suyo, o les alababan con cánticos. Y así fue modelándose una religión en torno a los mitos.
Durante más de mil años, los hombres de la antigüedad (de los que hemos heredado nuestra civilización) creyeron en esta religión. La grandiosa literatura que crearon está repleta de ella. Denominaron estrellas y planetas con los personajes de los mitos. Crearon relatos de antepasados de vaga memoria y los convirtieron en hijos de diversos dioses y diosas. Y a sus propios niños les pusieron el nombre de estos «héroes» de ascendencia divina.
Con la cristiandad, aquella antigua religión desapareció y los europeos dejaron de creer en los viejos dioses griegos y romanos. Sin embargo, persistió el recuerdo de aquellos dioses y sus mitos. La antigua literatura no murió; tenía demasiada importancia para que sucediera tal cosa. Todavía hoy leemos la Ilíada y la Odisea de Homero. Leemos las grandes obras teatrales de los dramaturgos griegos. Leemos las fábulas de Esopo y las obras históricas y filosóficas de griegos y romanos. En todas ellas aparecen con gran frecuencia los dioses y los mitos.
En realidad, los relatos griegos resultaban tan fascinantes que incluso después de la aparición de la cristiandad, los hombres no se consideraban ilustrados si no habían estudiando todas aquellas historias. Los hombres instruidos incorporaban a su léxico palabras de los mitos, y algunas de ellas han perdurado en el lenguaje. Por esta razón todavía hoy se encuentran trazas de los mitos griegos en todas las lenguas europeas, incluida la castellana.
Por ejemplo, la señal acústica de los coches de la policía es una sirena, y una morsa es un sirenio; un organillo circense es un calíope, y un acalefo es una medusa. Gritamos con voz estentórea y prestamos atención a un mentor o a un barbudo nestoriano.
En todos estos casos evocamos relatos griegos: las Sirenas eran una trampa mortal, Calíope una diosa, Medusa y Equidna monstruos horribles, y Esténtor, Méntor y Néstor eran hombres.
Los científicos, en especial, obtuvieron su terminología de los antiguos mitos. Hasta hace pocos años, el latín y el griego eran las lenguas usuales de hombres eruditos de todas las naciones. Cuando se hacía preciso dar un nombre a un nuevo animal, planeta, elemento químico o fenómeno, habría sido incómodo que los científicos de cada nacionalidad emplearan términos de su propio idioma. Por ello, se impuso la costumbre de darles nombres latinos o griegos que todas las nacionalidades podían emplear.
Como los mitos griegos eran tan conocidos, resultó natural elegir los términos de estos mitos siempre que fueran adaptables a la situación. A título de ejemplo, cuando el uranio fue desintegrado por vez primera mediante fisión, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, apareció un nuevo elemento en medio de aquel mortífero calor radioactivo. Se le denominó «promecio», basándose, en Prometeo, un personaje de la mitología griega que desafió al terrible calor radiactivo del Sol para proporcionar el fuego a la humanidad.
La mayoría de nosotros fuimos iniciados en los mitos griegos durante la juventud, pero sólo nos enseñaron a considerarlos como interesantes cuentos de hadas e historias de aventuras. Sin embargo, como podéis ver se trata de mucho más que eso. Son parte de nuestra cultura, y nuestro lenguaje, el científico, se deriva fundamentalmente de ellos.
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