sábado, 17 de octubre de 2009

Digresiones


"El donador de almas" es la única novela que escribiera el extraordinario Amado Nervo, de ella extraigo el décimo capítulo, para que lean los 9 anteriores y los 11 posteriores, una novela muy cortita y muy rica... jouissance.

Si Napoleón no hubiera vacilado una hora en Waterloo no hubiera sido vencido. Un solo instante de vacilación en los instantes solemnes de la vida, tienen resonancias formidables. El doctor vaciló ese instante cuando Alda le conjuraba un cuerpo en qué encarnarla y las consecuencias fueron fatales. Hay que decirlo, aun cuando el escucha pierda la emoción por el héroe. Rafael Antiga era un filósofo (lo peor que se puede ser en este mundo), la naturaleza que bien pudo darle una verruga o un lobanillo tuvo a bien dotarle de una bien calibrada cavidad craneana repleta de sesos de calidad y ahí estuvo el mal.; de otra suerte el doctor habría poseído una noción exacta de la existencia, habría sido un hombre práctico, habría esquivado las relaciones con Andrés, el desequilibrado más genial que se haya visto en México y Alda no estaría donde estaba, ocupándole sin pagar renta la mitad del cerebro, pero Dios ordenó las cosas de distinto modo y Rafael (que pudo ser un hombre de provecho para la humanidad): abarrotero, calicut, prestamista, empleado, club mano algo por el estilo, desde muy temprano se engolfó en los libros, se vistió de teorías, viajó por utopía y cuando estaba al borde del abismo, Andrés le hundió en él como miguel a Satanás.


Andrés y Rafael fueron condiscípulos, como eran los únicos cerebros destorrentados en la escuela se comprendieron luego;

Andrés era pobre y Rafael era rico,

Andrés era poeta y Rafael era filósofo,

Andrés era rubio y Rafael era moreno…

¿Sorprenderá a alguien que se hayan amado?


Sin Rafael, Andrés se hubiera quedado por algún tiempo en la sombra pero Rafael le hizo surgir a luz, le editó un libro que se titulaba “El poema eterno” el cual fue traducido al francés, al inglés y al alemán y se vendió en todas partes y en todas fue conocido menos en México, donde sirvió de hipódromo a las moscas en los escaparates de Bouret, de Budin y de Buxó, las tres bes de donde, como de tres pares de argollas, se hace la pobre esperanza de lucro de nuestros autores.


No contento con esto, Rafael editó un segundo libro de Andrés: “El reino interior”, novela simbolista que Beston publicó —according to the Spanish edition— estereotipada y en tomos muy feos, pero que circularon por todo el orbe. Pronto Andrés escribió en español como escribe Armando Palacio Valdés: para dar pretexto a que lo tradujeran al, inglés y al francés. Los yanquis le pagaban a peso de oro —American gold— sus cuentos, sus novelas, sus artículos, y fue célebre sin que México, que estaba muy ocupado en las obras del Desagüe, se diese cuenta de ello.


Dice Bourget, tomándolo de no sé dónde, que por raro que sea un amor verdadero, es más rara aún una verdadera amistad.

La de Rafael y Andrés constituía una de estas rarezas.


Andrés vivía dedicado a la literatura y al ocultismo— había nacido para el ocultismo como Huysmans, como Jules Bois.... ¿Cómo Peladan? ¡No, como Peladan, no!— y dizque obtenía resultados maravillosos. En algo se había de distraer el pobre en esta gran casa de vecindad que se llama México.


Rafael vivía dedicado a la “Filosofía de la Medicina”, a esperar un alma de mujer que no venía nunca — ¡hasta que vino!— y a escribir en su diario períodos humorístico-pesimistas, salpicados de la consabida frase, parodia de la de Ricardo III en la derrota de Bosworth: Mi Kingdom for a... soul (Mi reino por un... alma).

¿No habían de comprenderse los dos?

Claro que sí.

Y se comprendieron.

Mas, como quien bien te quiere te hará llorar, Andrés iba a hacer llorar a Rafael —o mejor dicho, al hemisferio derecho del cerebro de Rafael— lágrimas de sangre, como verá quien siga leyendo.

Hay regalos que no se hacen impunemente. No se puede jugar con el rayo; no se puede bromear con el milagro...

Alda era un tremendo obsequio—Aquella a quien jamás debe uno encontrar— Más tremendo que el fin del mundo, imaginado por doña Corpus...

Y basta de digresión.


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