Entre los libros y yo la batalla ha sido ruda. Oficialmente, nos amábamos. Era sabido que nos prestábamos un servicio mutuo: yo les hacía publicidad y ellos me daban de qué vivir. De puertas para afuera, nuestras relaciones eran excelentes: yo les abría mi puerta con cortesía, cordialidad e incluso, a menudo, con afecto, y ellos se dejaban manipular, abrir, romper, leer, sin rebelarse nunca. Para todo el mundo, el libro y yo formamos un dúo de viejos cómplices con caracteres complementarios. Pero la verdad era otra.
Los libros son implacables invasores. Con cara de nada, con una paciencia infinita y siempre más numerosos, se vuelven dueños de los lugares. Pronto consiguen desbordar las bibliotecas en las que se les ha otorgado residencia. Como las multitudes de caracoles en las novelas de Patricia Highsmith, escalan los muros, suben hasta los techos, se instalan sobre las chimeneas, las mesas, los canapés, se fijan en las intersecciones, penetran en los armarios, las cómodas y los cofres y, cuando moran en tierra, proliferan sobre la alfombra o sobre la madera en pilas inestables y arrogantes. Ninguna habitación está prohibida a los libros. Ninguna les repugna. Los que no han podido acceder al salón, la oficina o la habitación se contentan con los baños, con el estudio, con los corredores o incluso con el san alejo por el cual transitan las papas, los tarros de mermelada, el vino etiquetado, la aspiradora y las pelotas de lana para tejer. Cohabitan con las arañas. No tienen alergia al polvo. Agrupados, apretados los unos contra los otros, tienen la estabilidad y la perseverancia de menhires. En otros tiempos, los ratones los roían pero, ante la proliferación de carátulas duras, casi todos han renunciado. Los ratones son la prueba de que una demasiado grande acumulación de impreso puede desmotivar. Con el paso del tiempo, los libros se han convertido en feroces colonizadores. Roban espacio sin cesar y su voracidad se revela tanto más eficaz cuanto que es silenciosa y que sus movimientos lentos y usurpadores se hacen bajo la cobertura tranquilizante de la cultura y con la bendición de los profesores. La verdadera ambición de los libros es la de expulsar a los hombres de las bibliotecas y de sus casas y ocupar todo el territorio para su grandioso y solitario goce.
Hace más de quince años, los libros han decidido –¿por qué yo?, ¿tengo una cabeza de colonizado?, ¿una reputación de ciudadano dócil?– hacerse dueños de mi apartamento y de mi casa de campo. Entonces, bajo el pretexto de una emisión de televisión semanal y de una revista mensual, han comenzado a invadirme. Después, no hay día (fuera de los domingos y los feriados) que no se introduzcan en mi domicilio, individualmente o agrupados, llevados por el cartero o por mensajeros, ofrecidos, a mi disposición, serviles.
Pero yo conocía sus triquiñuelas. Y me defendí. Para no quedar sumergido, me impuse la disciplina de eliminar unos cada día, sobre todo los domingos y días feriados, cuando los invasores hacen la tregua. Es cobarde, lo reconozco, pero ante un peligro tan grande el respeto del código del honor habría sido suicida. Cerca de la puerta de salida hacía pilas, que partían a casas de parientes, amigos, bibliotecas, etc., donde continuarían su invasión silenciosa e hipócrita.
Imposible, aquí, contar todas las argucias de los libros para imponer su presencia. Se aprovechan tanto del corazón (querrás releerme más tarde) como de la razón (necesitarás consultarme). De ocio o de referencia, de placer o de trabajo, de diversión o de exégesis, ellos tienen siempre un buen motivo para querer quedarse. ¡Desgracia al lector demasiado sentimental! ¡Desgracia a aquel que duda de su memoria! ¡Desgracia a los conservadores! ¡Desgracia a los distraídos! Ellos terminan por sucumbir... ¡Cuántas veces me he dejado llevar por el descorazonamiento, aplastado por su número, y sobre todo por los aires de necesidad que se dan! La idea de separarnos nos llega del que nos insufla mala conciencia. Nos sentimos acusados del crimen premeditado contra el espíritu –o, si se trata de la obra de una persona que conoces, del crimen contra la amistad; o, si es un volumen inútil pero magníficamente impreso e ilustrado, del crimen contra la belleza; o, si es una novela de principiante de talento incierto, del crimen contra la esperanza; o, si son las principales obras de un académico fallecido, en la posteridad aleatoria, del pecado contra la caridad...–. Una de las estratagemas más empleadas por los libros para ocupar el terreno consiste en presentarse varias veces, bajo carátulas diferentes o con variantes. Primera edición normal, la misma pero con dedicatoria, edición en formato de bolsillo, reedición con un prefacio inédito, edición ilustrada, reedición no autorizada bajo un nuevo título y sin mención del antiguo copyright, etc. La imaginación de los libros para introducirse en mi casa era ilimitada; su audacia, monstruosa. Era necesario pues estar siempre en guardia. Vigilancia permanente. La caza a los inútiles exige mucho tiempo libre y atención. Algunos conseguían, no obstante, franquear mis líneas de defensa, e iban a engrosar el campo diccionarios superfluos, el tropel de las enciclopedias nunca abiertas, la reserva de las obras prácticas mal acomodadas, el pueblo de las memorias olvidadas, el seminario de panfletos áfonos, el cementerio de las antologías repetitivas, etc. El tiempo apremiaba. ¡Era necesario leer bien! ¡Era necesario vivir bien! Entonces, con la sorda paciencia de deslizamientos géologicos, los libros avanzaban, se instalaban, se acumulaban, ganaban nuevos territorios e imponían incluso el sentimiento de que los espacios arrebatados les estaban destinados por toda la eternidad.
Sorprenderá que para contar la saga de los más inteligentes invasores emplee el pasado. ¡Como si ya no recibiera más libros! Estoy persuadido de que con la desaparición de Apostrophes van a aflojar un tanto la presión que ejercían sobre mí, están probablemente un poco descorazonados por no haber podido, después de quince años de esfuerzos, expulsarme de uno al menos de mis dos domicilios, van a perder el espíritu de conquista que los arrojaba sobre el timbre de mi puerta, van a conciliar sus fuerzas para otras metas... Pero ¿tal vez me equivoco si espero una relajación de su abrazo? Es preciso que desconfíe de un aparente reflujo de libros, que podría ser su último ardid.