Incluso, un ciudadano estadounidense, Len Foley, ha puesto en marcha el Museo de la Hamburguesa Biónica. En su casa, asegura que tiene decenas de ejemplares de hamburguesas compradas en diferentes momentos y sobre las cuales no parece que haya pasado el tiempo.
Mañana, la respuesta de Mc Donalds.
Vas de prisa por la mañana. Estás terminando de arreglarte y no traes zapatos. De pronto se te engancha el dedo chiquito del pie con la pata de la cama. Viene a tu boca una letanía de maldiciones, pero te contienes: desde pequeño tu madre te amenazaba con lavarte la boca con jabón si se te ocurría decir una mala palabra. Lo mismo ocurre cuando te pegas con el tubo de la mesa en el nervio de la rodilla, o cuando te cortas un dedo con la orillita de la hoja de papel. Y por qué tanta represión, si una pequeña maldición no le hace daño a nadie, sólo se trata de desahogarnos y sentir que el dolor pasa más rápido. Muy a pesar de lo que digan las mamás y las buenas conciencias, aguantarse las ganas de maldecir no nos hace más tolerantes al dolor, sino todo lo contrario. (Claro, no falta quien exagere un poco, pero eso es otro cantar.) En un estudio publicado en el diario Neuroreport de Inglaterra, los investigadores hallaron que maldecir después de darse un golpazo resulta bastante útil para ayudar a sanar. El experimento consistió en lo siguiente: A un grupo de voluntarios le pidió que metiera las manos en una tina con agua helada y que soportara el mayor tiempo posible sin decir ni pío. A otro grupo se le permitió que gritara su maldición favorita, y a un tercero, que se quejara con un lenguaje moderado. Curiosamente, los que pudieron vociferar a sus anchas soportaron la molestia del frío durante más tiempo que los otros. Además, los investigadores detectaron que el ritmo cardiaco de los más "soeces" aumentó de manera notable -signo ligado al instinto de supervivencia, ya que prepara al individuo para luchar por su vida. Aunque maldecir, gritar o quejarse ha sido algo natural en nuestro lenguaje durante siglos, no se sabe exactamente cómo es que ayuda a aliviar el dolor. Los científicos responsables del anterior estudio apuntan una teoría basándose en la actividad cerebral detectada durante el experimento. La mayoría de las funciones del lenguaje ocurren en el hemisferio izquierdo del cerebro, responsable de la comunicación. Al maldecir, sin embargo, se detecta mucha más actividad en el hemisferio derecho, donde las emociones tienen lugar. Aunque el grito o la queja corresponden a la necesaria expresión de una emoción, se considera inapropiada y condenada en muchos grupos sociales, sin tener en cuenta cuánto dolor se está padeciendo. Valdría la pena preguntarse entonces por qué se busca reprimir la expresión de dolor. Si sabemos que gritar o quejarse es favorable para aliviar a quien lo padece, ¿no será que se le reprime porque provoca angustia a quienes lo rodean? Durante mucho tiempo se nos ha dicho que soportar el dolor estoicamente y sin poner mala cara es sinónimo de fortaleza, pero ¿a qué precio? Llevando el caso a un extremo práctico, conozco algunas personas que comenzaron tomando un analgésico para aliviar dolor (y las consabidas quejas), pero luego se hicieron adictos a la sustancia. Me pregunto si vale la pena reprimir los mensajes que nos manda el cuerpo. Después de todo, parece ser que hacer gala de nuestro florido lenguaje tras pegarnos en el codo no es tan mala idea. Y como todo en la vida, este remedio también debe usarse con moderación para que no pierda su efecto curativo. Aquí les dejo un comercial de la refresquera más famosa del mundo, nomás pa que vean que aunque no nos duela, a todos nos duele algo.